PSICOANALISIS RELACIONAL Y SU PERSPECTIVA INTERSUBJETIVA: EL DEBATE 2002 EN ALMAGRO
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"Reflexiones autobiográficas sobre la historia intersubjetiva de una perspectiva intersubjetiva en psicoanálisis"
ROBERT D. STOLOROW (Institute of Contemporary Psychoanalysis, Los Ángeles, EEUU)
Bob Stolorow

CONFERENCIA DE APERTURA de las Jornadas “LO INTERSUBJETIVO Y SUS MEDIADORES” Almagro, 8 de Noviembre de 2002 (Ciudad Real, España)

Este artículo traza la evolución del autor y de su perspectiva intersubjetiva haciendo la crónica de cuatro décadas de relaciones formativas que contribuyeron a la creación de dicha perspectiva (Publicado en Intersubjetivo, Vol. 4 (2): 193-205).

Mi desarrollo como psicoanalista teórico y práctico es coextensiva con la evolución de esa perspectiva psicoanalítica a la que he dado en llamar teoría de los sistemas intersubjetivos. De acuerdo con ella, la historia que expongo a continuación sobre su evolución es, en gran parte, la historia de una serie de relaciones formativas —con profesores, mentores y, de especial importancia, con colaboradores muy valiosos.
Las raíces intelectuales de mi perspectiva psicoanalítica se remiten al período de mis estudios doctorales sobre psicología clínica en Harvard, entre 1965 y 1970. En aquella época Harvard era un lugar maravilloso para el desarrollo intelectual de un psicólogo clínico. El programa de psicología clínica, en realidad, no formaba parte del departamento de psicología; había sido implantado en el Departamento de Relaciones Sociales, fundado por destacados académicos de cuatro disciplinas diferentes —sociología, antropología cultural, psicología social y psicología de la personalidad— con formación psicoanalítica e intereses comunes en el psicoanálisis. En consecuencia, en lugar de estudiar la psicología experimental de las ratas, tuve el privilegio de aprender teoría de los sistemas sociales, con Talcott Parsons, cultura y personalidad, con John Whiting, y epigénesis y formación de la identidad, con Eric Erickson.
El programa de psicología clínica de Harvard fue la primera y última fortaleza dentro de una tradición de la psicología académica de la personalidad conocida como personología. Esta tradición, fundada en los años treinta por Henry Murray en la Clínica Psicológica de Harvard, mantenía como premisas básicas el supuesto de que sólo se puede avanzar en el conocimiento de la personalidad humana mediante el estudio sistemático y profundo de la persona individual. Este énfasis en la investigación más "idiográfica" que "nomotética" suponía un apartamiento radical de la filosofía de la ciencia entonces dominante y que, todavía, sigue dominando la psicología académica de los Estados Unidos. La personología de Murray atrajo a un grupo de estudiantes excepcionalmente creativos, muchos de los cuales contribuyeron en su mágnum opus. La obra Explorations in Personality (Murray, 1938) es un clásico en el campo de la psicología de la personalidad. Dos de los seguidores más influyentes de Murray fueron Robert White y Silvan Tomkins.[1]
En la época de mis estudios doctorales, mis dos principales mentores fueron White e Irving Alexander, un profesor visitante y protegido de Tomkins. Con White asistí a seminarios sobre la teoría de Freud y de los neo-freudianos y sobre estudios de vidas, adquiriendo un permanente interés en comprender la unidad del mundo experiencial de cada individuo. Alexander nos enseñó evaluación psicológica al modo como la había aprendido de Tomkins. En lugar de prepararnos para aplicar tests en hospitales, su curso consistía en que estudiáramos una persona durante todo el año, con una gran variedad de métodos (analizando material autobiográfico, con entrevistas en profundidad, tests proyectivos, etc.). De nuevo el énfasis recaía en investigar de forma sistemática el mundo psicológico único del individuo.
Desgraciadamente, la jubilación de White en 1968 constituyó virtualmente el golpe mortal para la personología en Harvard, aunque se realizaron intentos por revivir la tradición en otros medios. Antes de hacer la crónica de uno de esos intentos debo dar noticia del impacto que tuvo para mí mi formación psicoanalítica.
Entre 1970 y 1974 realicé mi preparación psicoanalítica formal en el instituto psicoanalítico del Centro de Salud Mental para Postgraduados, de la ciudad de Nueva York, uno de los pocos institutos psicoanalíticos de los Estados Unidos que ofrecía, en aquella época, formación completa para psicólogos y trabajadores sociales, al igual que para psiquiatras. Desde el principio me sentía infeliz por el paso lento de los cursos y su falta de rigor intelectual y me dediqué a estudiar mucho por mi cuenta. Por ejemplo, durante el primer año emprendí la lectura atenta de las obras completas de Freud, excluyendo los trabajos sobre psicoanálisis aplicado así como todos los anteriores a los Estudios sobre la Histeria. La orientación teórica dominante en el instituto era la de la psicología del yo freudiana y devoré con ansia los escritos de autores tales como Anna Freud, Hartmann, Mahler, Jacobson, Loewald, Sandler, Kernberg, Rapaport, Schafer, G. Klein y Gill, adquiriendo un conocimiento superficial de Horney, Fairbairn y Winnicott.
Durante mi primer año como candidato asistí a un curso de Frank Lachmann quien, el año siguiente, pasó supervisar uno de mis casos analíticos. Frank fue, con mucho, mi mejor maestro y supervisor, mostrando una destacada capacidad para extraer implicaciones a partir de ideas teóricas muy diferentes en el momento de formular intervenciones analíticas concretas. En su curso presentó los primeros artículos clínicos de Kohut (1966, 1968) sobre el narcisismo y sobre el tratamiento de los trastornos narcisistas de la personalidad, contribuciones que dejaron una marca duradera en mi sensibilidad clínica. Un grupo de candidatos descontentos, incluyéndome a mí y a mis buenos amigos James Fosshage y Peter Buirsky, insatisfechos con los cursos del instituto logramos un acuerdo con Frank para que dirigiera un grupo de estudio privado que se centró durante dos años en lecturas psicoanalíticas sobre narcisismo y masoquismo. Como resultado directo de mi participación en este grupo, escribí y publiqué mis dos primeros artículos psicoanalíticos de importancia, "Hacia una Definición Funcional del Narcisismo" (Stolorow, 1975 b) y "La Función Narcisista del Masoquismo (y del Sadismo)" (Stolorow, 1975 a). En estos artículos intentaba liberar las intuiciones de Kohut, reveladoras de la fenomenología del narcisismo y del trastorno narcisista, de su compromiso con los supuestos mecanicistas de la teoría pulsional clásica. Frank y yo comenzamos pronto a colaborar en una serie de trabajos clínicos sobre el "desarrollo de los preestadios defensivos", que fueron reunidos, junto con mis artículos sobre el narcisismo, en nuestro libro Psicoanálisis de los Estancamientos Evolutivos (Stolorow y Lachmann, 1980), libro que, unido a un artículo posterior (Stolorow y Lachmann, 1984/85) donde se redefinía la transferencia como una actividad organizativa inconsciente, nos proporcionó a ambos el estatuto de teóricos de la clínica.
Vuelvo ahora al influjo de Murray, con su personología, en mi desarrollo psicoanalítico. En 1972 se produjo un intento por renovar la tradición personológica. Siendo todavía candidato se despertó mi interés por retomar la carrera académica y tuve noticia de que había un puesto disponible en Rutgers, donde Tomkins y George Atwood, muy influido por el anterior, eran miembros de la Facultad de Psicología. Recuerdo una conversación telefónica con Tomkins en la que me urgía a ir a Rutgers porque, según decía, conmigo en la Facultad se alcanzaría una "masa crítica" necesaria para la creación de un programa en personología. Me uní al profesorado de Rutgers y, aunque hubo varias reuniones dedicadas a planificar el nuevo programa doctoral en psicología de la personalidad, orientado a la personología, éste nunca llegó a despegar. El resultado concreto de estos esfuerzos, muy significativo para mí, fue la realización de una serie de estudios en colaboración, primero entre Atwood y Tomkins y, después, entre Atwood y yo mismo.
Atwood y Tomkins (1976) escribieron un artículo de importancia cardinal, "Sobre la Subjetividad de la Teoría de la Personalidad", que apareció en una publicación más bien oscura, The Journal of the History of the Behavioral Sciences. Este artículo, que los autores consideraban como una contribución a la psicología del conocimiento, partía de una premisa básica, y era que cualquier teoría psicológica hunde sus raíces en la propia historia psicológica de su autor, y que la psicología de la personalidad como ciencia "puede alcanzar un mayor grado de consenso y generalidad sólo si se gira sobre sí misma y cuestiona sus propios fundamentos psicológicos" (pág. 166).
George pronto se convirtió en mi alma gemela, mi amigo y colaborador más cercano, como ha seguido siendo. A comienzos y mediados de los años setenta, después de escribir un artículo breve conjunto (Stolorow y Atwood, 1973) —impregnado de fantasías mesiánicas de salvación—, nos embarcamos en una serie de estudios psicobiográficos sobre los orígenes subjetivos y personales de sistemas teóricos como los de Freud, Jung, Reich y Rank, estudios que sirvieron de base para nuestro primer libro, Caras en una Nube: La Subjetividad en la Teoría de la Personalidad (Stolorow y Atwood, 1979)[2], que se terminó de completar en 1976. A partir de estos estudios llegamos a la conclusión de que, puesto que las teorías psicológicas se derivan en un grado significativo de las preocupaciones subjetivas de sus creadores, lo que necesitan tanto el psicoanálisis como la psicología de la personalidad es una teoría de la subjetividad como tal —un marco de referencia unificado capaz de dar cuenta no sólo de los fenómenos psicológicos a los que se dirigen otras teorías psicológicas, sino también de las teorías mismas.
En el último capítulo de Caras en una Nube delineábamos una serie de propuestas para la creación de tal marco de referencia, al que llamábamos fenomenología psicoanalítica, un término nunca antes empleado. Influidos por los escritos de G. Klein (1976) y Schafer (1976), imaginábamos este marco de referencia como una psicología profunda de la experiencia personal, purificada de la metapsicología freudiana y de sus reificaciones mecanicistas. Nuestro marco de referencia adoptó como constructo teórico central el de "mundo representacional"   subjetivo del individuo[3](Sandler y Rosenblatt, 1962). Rechazábamos los agentes psíquicos impersonales, así como los movimientos motivacionales primarios, en la explicación del mundo representacional. En lugar de eso, dábamos por supuesto que este mundo evoluciona de manera orgánica, a partir de que la persona se encuentra con las experiencias formativas críticas que constituyen su historia vital única. Una vez que ese mundo se ha establecido, puede ser identificado a partir de los patrones recurrentes y distintos, y de los temas y significados invariantes que organizan, de una manera prerreflexiva, las experiencias de la persona. La fenomenología psicoanalítica implicaba un conjunto de principios interpretativos para investigar la naturaleza, los orígenes, propósitos y transformaciones de las configuraciones del sí mismo y de los otros dominantes en el universo subjetivo de la persona (véase, por ejemplo, Stolorow, 1978 a, 1979; Atwood y Stololrw, 1980, 1981, 1984; Storolow and Atwood, 1982, 1984).
Aunque no se incluía el concepto de intersubjetividad en la primera edición de Caras, estaba implícito claramente en las demostraciones de cómo el mundo personal y subjetivo del teórico de la personalidad influye en la comprensión de las experiencias de otras personas. Una sección del capítulo introductorio se titula "El Observador es el Observado" (pág. 17). El primer uso explícito en nuestras obras del término intersubjetivo apareció en un artículo titulado "El Mundo Representacional en la Terapia Psicoanalítica" (Stololrw, Atwood y Ross, 1978), también terminado en 1976, que Aron (1996) ha acreditado como la primera introducción del concepto de intersubjetividad en el discurso psicoanalítico norteamericano. En una sección titulada "Transferencia y Contratransferencia: Una Perspectiva Intersubjetiva" (pág. 249) conceptualizábamos el interjuego entre transferencia y contratransferencia, en el tratamiento psicoanalítico, como un proceso intersubjetivo que reflejaba la interacción mutua entre los mundos subjetivos del paciente y del analista, organizados de forma diferente[4]. Prefigurando muchos estudios posteriores, examinamos el impacto en el proceso terapéutico de correspondencias y disparidades no reconocidas —conjunciones y disyunciones intersubjetivas— entre los mundos experienciales respectivos del paciente y del analista.
Un punto de inflexión en mi desarrollo profesional se produjo en 1977, cuando la revista de reseñas de libros Contemporary Psychology me invitó a revisar el nuevo libro de Kohut (1977), La Restauración del Self, una invitación que acepté con sumo agrado. Me sentí atraído inmediatamente por la naturaleza revolucionaria de sus propuestas teóricas, que rompían las ataduras de la metapsicología clásica y replanteaban al psicoanálisis, según yo decía en mi revisión, como "una fenomenología evolutiva del self" (Stolorow, 1978 b, pág. 229). Este nuevo paradigma teórico, que resaltaba la gran importancia motivacional de la auto-experiencia, parecía encajar como un guante con las propuestas para una teoría psicoanalítica que Atwood y yo habíamos planteado en Caras. Kohut, como nosotros, estaba intentando reconstruir el psicoanálisis como una psicología pura.
La discusión de Kohut, en el último capítulo de La Restauración del Self, sobre el modo de observación empático-introspectivo me condujo a su artículo original sobre ese asunto (Kohut, 1959), que no había leído con anterioridad. Este artículo se afirmaba que los dominios empírico y teórico del psicoanálisis se definen y delimitan por su modo de investigación empático-introspectivo, y se convirtió en mi favorito de entre sus obras. Para mí era una gran confirmación el que Kohut, estudiando la relación que existe, en psicoanálisis, entre el modo de observación y la teoría, hubiera llegado exactamente a la misma conclusión que Atwood y yo cuando estudiábamos los orígenes subjetivos de las teorías psicológicas – es decir, que el psicoanálisis, en todos sus niveles de abstracción y generalidad, debería ser una psicología profunda de la experiencia personal.
Mi primer contacto personal con Kohut vino como resultado de mi lectura de La Restauración del Self. Kohut, al citar, en el prefacio de su libro, dos artículos (Stolorow, 1976; Stolorow y Atwood, 1976) en los que yo había mostrado de qué manera sus conceptualizaciones, sobre el narcisismo y sobre las trasferencias narcisistas, arrojaban luz sobre la obra tanto de Rogers como de Rank, me incluía erróneamente en el grupo de los críticos que le habían acusado de no reconocer suficientemente las contribuciones de otros autores anteriores. Le escribí una nota mostrando mi sorpresa por ello y afirmándole que yo era un admirador amistoso, no un oponente. Enseguida me envió una respuesta cortés, disculpándose por su error. Poco después le envié un boceto de la reseña de su libro y él, a su vez, me envió una carta expresando su gratitud. Sospecho que fue el aprecio de Kohut hacia mi reseña lo que llevó a que se me invitara a intervenir en el primer congreso nacional sobre psicología del self, que tuvo lugar en Chicago en 1978.
Mi participación en este congreso, y en los posteriores, tuvo una importancia extrema para mí debido a que, en aquella época, para un analista no médico, como yo, todavía marginado por la jerarquía psicoanalítica, no había foro mejor donde discutir mis ideas (La American Psychological Association todavía no tenía una división de Psicoanálisis) y ninguno donde pudiera dialogar con analistas de todos los lugares de Estados Unidos y del mundo. Sigo valorando la buena amistad que mantengo con los colegas del movimiento de la psicología del self (incluyendo a Kohut, antes de su fallecimiento en 1981), a pesar de mis objeciones a algunos aspectos de la teoría kohutiana, como su reificación de la auto-experiencia, su teoría reduccionista de los "defectos en el self" (Atwood y Stolorow, 1997) y su intento por generalizar algunas intuiciones importantes sobre la psicología del narcisismo hasta llegar a una teoría abarcativa de toda la personalidad y de todas las transferencias analíticas.
Otro punto de inflexión en mi desarrollo psicoanalítico ocurrió en 1979, durante el segundo congreso nacional sobre psicología del self, en Los Ángeles, cuando escuché a Bernard Brandchaft presentar su comunicación sobre reacciones terapéuticas negativas, atribuyéndolas a que los pacientes experimentaban alteraciones en la transferencia a las que contribuía el analista cuando adoptaba una actitud interpretativa errónea (véase Brandchaft, 1983). Yo disponía en aquel momento de las pruebas de imprenta de una sección de Psicoanálisis y Estancamientos Evolutivos que se titulaba "La Acción Terapéutica y No Terapéutica del Psicoanálisis" (pág. 187), que contenía una observación semejante, y me apresuré a mostrársela a Brandchaft. Sentimos entonces una inmediata cercanía intelectual y, poco después, me invitó a presentar una comunicación en un congreso sobre la personalidad límite que se iba a llevar a cabo en la Universidad de California, en los Ángeles, al año siguiente. Acepté y le propuse que escribiéramos la comunicación juntos. Bernie estuvo de acuerdo y durante las discusiones subsecuentes descubrimos que, de forma independiente, habíamos hecho prácticamente las mismas observaciones sobre los llamados "estados límite". Habíamos encontrado que, cuando un paciente con una organización arcaica y muy vulnerable era tratado de acuerdo con las ideas teóricas de Kernberg (1975) y con sus recomendaciones técnicas, rápidamente desplegaba todas las características que Kernberg adscribió a la organización límite de la personalidad, y las páginas escritas por Kernberg tomaban vida ante los ojos del clínico. Por otra parte, cuando a ese paciente se le trataba de acuerdo con la teoría y la actitud técnica propuestas por Kohut (1971), pronto mostraba los rasgos atribuidos por éste al trastorno narcisista de la personalidad, y cobraban vida los escritos de Kohut. En nuestro artículo (Brandchaft y Storolow, 1984) manteníamos que los estados límite toman forma en un campo intersubjetivo, constituido tanto por las estructuras psicológicas del paciente como por la forma que tiene el terapeuta de entenderlas y de responder a ellas.
Así comenzó mi estrecha amistad con Bernie así como una serie de estudios en colaboración (Atwood y Stolorow, 1984; Stolorow, Brandchaft y Atwood, 1983, 1987) en los que Atwood, Brandchaft y yo extendimos nuestra perspectiva intersubjetiva a un amplio conjunto de fenómenos clínicos, incluyendo el desarrollo y la patogénesis, la transferencia y la resistencia, la formación de los conflictos emocionales, los enactments, los síntomas neuróticos y los estados psicóticos. Fenómenos que, en cada caso, tradicionalmente habían estado en el punto de mira de la investigación psicoanalítica fueron comprendidos no como el producto de mecanismos intrapsíquicos aislados, sino como formaciones en la intersección de mundos subjetivos en interacción. Manteníamos que el contexto intersubjetivo desempeña un papel constitutivo en todas las formas de psicopatología, y que no se puede lograr una comprensión psicoanalítica de los fenómenos clínicos fuera del campo intersubjetivo en el que cristalizan. Como Kohut también destacó (1984), en el tratamiento psicoanalítico se tomaba el impacto del observador como algo intrínseco del observado[5].
Desde 1976 hasta que me establecí en Los Ángeles, en 1984, fui profesor en la escuela superior de psicología, de la Facultad de Medicina "Albert Einstein", donde otros dos colegas tuvieron un impacto decisivo en mi desarrollo. Beatriz Beebe, que se convirtió en una buena amiga y, en una ocasión, en colaboradora (Lachmann, Beebe y Stolorow, 1987), me introdujo en la investigación infantil y en el pensamiento de sistemas dinámicos de Telen y Smith (1994), cosas ambas que contribuyeron de manera relevante a mi comprensión de los contextos intersubjetivos en el desarrollo psicológico (Atwood y Stolorow, 1984) y en el cambio evolutivo (Stolorow, 1997). John Munder también se convirtió en un amigo y colaboró en el artículo antes citado en el que apareció la expresión perspectiva intersubjetiva por primera vez y, más decisivo todavía, me presentó a Charles Socarides y a su hija, Daphne. Dede, como era conocida por sus amigos y personas queridas, se convirtió en mi colaboradora y en mi esposa. Nuestro primer artículo conjunto, "Afectos y Objetos del Self" (Socarides y Stolorow, 1984/85), que reflejaba su ilimitado amor por el afecto, era un intento para integrar nuestra perspectiva intersubjetiva, en continua evolución, con el marco de referencia de la psicología del yo. En nuestra propuesta para expandir y refinar el concepto de "objeto del self" de Kohut (1971), sugeríamos que "las funciones del objeto del self pertenecen fundamentalmente a la integración del afecto" dentro de la organización de la autoexperiencia, y que la necesidad de vínculos con el objeto del self "pertenece de manera esencial a la necesidad de una responsividad [bien sintonizada] con los estados afectivos, en todos los estadios del ciclo vital" (pág. 105). Se consideró que las exposiciones de Kohut sobre el anhelo de reflejo, por ejemplo, señalaban al rol de la sintonización apreciativa en la integración de estados afectivos expansivos, mientras que se entendía que sus descripciones del anhelo idealizador indicaban la importancia de un sostén (holding) emocional bien sintonizado (Winnicot, 1965) en la integración de reacciones afectivas dolorosas. En este artículo se concebía que la experiencia emocional era inseparable de los contextos intersubjetivos de buena y mala sintonización en los que se sentía. Esa comprensión nos llevó en trabajos posteriores a formulaciones adicionales en las que se contextualizaba el conflicto psicológico y el auténtico límite entre lo consciente y lo inconsciente (Stolorow y Atwood, 1992). La llamada "barrera de la represión" se hizo aprehensible como una propiedad emergente de los sistemas intersubjetivos dinámicos.
En esencia, el artículo con Dede proponía un desplazamiento desde la primacía motivacional de la pulsión a la primacía motivacional de la afectividad, desplazamiento teórico que trasladaba al psicoanálisis en sus puntos de atención hacia un contextualismo fenomenológico y hacia los sistemas intersubjetivos dinámicos. A diferencia de la pulsión, que se origina en las profundidades del interior de un aparato mental aislado, el afecto —es decir, la experiencia emocional subjetiva— es algo regulado, o mal regulado, desde el nacimiento, dentro de los sistemas relacionales en marcha. Por tanto, localizar el afecto de manera automática en el núcleo central de la motivación implica una contextualización radical de todos los aspectos de la vida psicológica humana, así como del proceso terapéutico.
Daphne Socarides Storolow murió el 23 de febrero de 1991, cuatro semanas después de que se le hubiera diagnosticado un cáncer. Durante el verano siguiente, en la estela de esa pérdida devastadora, George Atwood y yo perfilamos nuestro libro Contextos del Ser: Los Fundamentos Intersubjetivos de la Vida Psicológica (Stolorow y Atwood, 1992). Como decíamos en el prefacio: "Nos hemos aproximado el uno al otro y hemos decidido intentar crear algo que fuera duradero a partir de las cenizas de la pérdida y la aflicción" (pág. xi). En este libro se amplió nuestra perspectiva intersubjetiva hasta llegar a una posición metodológica y epistemológica general que reclamaba una revisión radical de todos los aspectos del pensamiento psicoanalítico. Mientras que nuestros trabajos anteriores habían atendido a las implicaciones de esta perspectiva para toda una serie de cuestiones clínicas, Contextos extendía el principio de la intersubjetividad hasta una reconsideración y contextualización de los pilares fundamentales de la teoría psicoanalítica, incluyendo el concepto de inconsciente, la relación entre mente y cuerpo, el concepto de trauma y la forma de entender la fantasía.
Otros colaboradores contribuyeron de manera relevante en este libro, aparte de George y yo. El capítulo sobre la fantasía era una versión revisada de un artículo que había escrito con Dede (Stolorow y Stolorow), en el que se mostraba cómo una fantasía introyectada concretiza de forma vívida un proceso intersubjetivo de usurpación psicológica – la sustitución de una percepción real del otro por la experiencia, carente de validez, de uno mismo. Mis buenos amigos Bernie Brandchaft y Jeffrey Trop fueron coautores, respectivamente, de un capítulo sobre la alianza terapéutica y sobre el estancamiento o impasse terapéutico. El capítulo en el que se reflejaba de forma más directa el impacto por la pérdida de Dede fue escrito junto con Sheila Namir, su más íntima amiga. Sheila pidió no aparecer como coautora debido a que deseaba que su contribución fuera un obsequio para mí, al mismo tiempo que un tributo a Dede. Este capítulo proponía que el núcleo del trauma psicológico consiste en la profunda carencia de destinatario relacional donde depositar el afecto doloroso, afecto que se vuelve entonces abrumador e insoportable. La persona que yo habría deseado que sostuviera mi pena abrumadora era la misma que se había ido. Sentía que sólo George, cuyo mundo había sido destrozado por la pérdida cuando era niño, era el único capaz de captar mi devastación emocional.
Donna Orange se unió al grupo de colaboradores en 1995 y también se convirtió rápidamente en una querida amiga. Donna, doctorada tanto en psicología como en filosofía, amplió la dimensión filosófica explícita de nuestro modelo. Nuestro primer proyecto de colaboración comenzó con la idea de hacer una introducción a la clínica, pero al poco se transformó en un libro que aportaba una extensa filosofía sobre la práctica psicoanalítica, a la que denominamos contextualismo (Orange, Atwood y Stolorow, 1997). Este libro, apoyándose en los conocimientos filosóficos de Donna, subraya la importancia del saber práctico (la frónesis de Aristóteles) más que la racionalidad técnica (tecné) en el trabajo psicoanalítico, y resalta que nuestra perspectiva intersubjetiva presupone la naturaleza hermenéutica, perspectivista y, por tanto, falible, de toda comprensión y conocimiento psicoanalíticos (véase también Orange, 1995).
Los trabajos posteriores de nosotros tres se han centrado de manera más explícita en los fundamentos filosóficos de la teoría y la práctica psicoanalítica. En una serie de artículos (Stolorow, Atwood y Orange, 1999; Stolorow, Orange y Atwood, 2001 a, 2001 b) hemos mostrado en qué medida una gran variedad de enfoques psicoanalíticos, tradicionales y contemporáneos, estaban condicionados por la doctrina filosófica cartesiana de la mente aislada. También hemos intentado trasladar al psicoanálisis hacia un contextualismo post-cartesiano que reconozca el rol constitutivo de las relaciones personales en la constitución de toda la experiencia, incluyendo experiencias de aniquilación personal y de desintegración del mundo propio (Atwood, Orange y Stolorow, 2002). Este y otros artículos han sido reunidos en nuestro libro de próxima aparición Mundos de Experiencia: La interpenetración de las Dimensiones Filosóficas y Clínicas en Psicoanálisis (Stolorow, Atwood y Orange, 2002).
La última, pero no menos importante, colaboración que quiero reseñar es la de Julia Schwartz, quien me fue presentada por otra amiga querida, Estelle Shane. Julia encendió una vela en la oscuridad de mi aflicción, y en 1994 contrajimos matrimonio. La reflexión sobre los seis años posteriores al fallecimiento de Dede, sobre mi profundo sentimiento de extrañamiento y aislamiento, sentimiento que era la característica central de mi experiencia sobre una pérdida traumática, me llevó a una comprensión más profunda del trauma psíquico que pensé podía ser beneficiosa para los demás, y a que yo quería escribir sobre ello. Discutí este asunto con Julia, diciéndole que yo tenía que escribir autobiográficamente sobre mi experiencia. Sólo fui capaz de escribir este artículo gracias al apoyo y aliento constantes de Julia (Stolorow, 1999), y en él llegué a la conclusión de que el trauma psicológico es, fundamentalmente, la fragmentación de los "absolutismos subyacentes a la vida cotidiana" (pág. 467) – una pérdida catastrófica de la inocencia que deja al descubierto la "insoportable imbricación del ser" (Stolorow y Atwood, 1992, pág. 22), la inescapable contingencia de la existencia en un universo que es azaroso e impredecible, y en el que no se puede asegurar ninguna seguridad ni continuidad. Como resultado, afirmaba, la persona traumatizada no puede dejar de percibir aspectos de la existencia situados completamente al margen de los límites de nuestra normal cotidianeidad. En consecuencia, se siente que los mundos experienciales de las personas traumatizadas son esencialmente inconmensurables con los de los demás, profundo precipicio en el que toma forma un angustiado sentido de la singularidad y de la soledad.
Posteriormente, Julia y yo ampliamos juntos estas ideas y escribimos un artículo sobre el impacto del trauma en la fase pre-simbólica (Schwartz y Stolorow, 2001). Partíamos de un caso analítico de Julia para ilustrar las consecuencias permanentes de una violación traumática, durante el primer año de vida, al destrozar el sentido pre-simbólico del la paciente sobre la integridad e inviolabilidad de su ser físico. En la actualidad, también con su ayuda, estoy trabajando en un artículo sobre el trauma y la temporalidad, mostrando de qué modo el trauma destruye el sentido del propio ser-en-el-tiempo.


StolorowObservaciones Finales
La mayoría de las teorías psicoanalíticas han sido creación de un genio trabajando de manera aislada, sin olvidar los discípulos admiradores. Nuestra teoría de los sistemas intersubjetivos, en cambio, ha tomado forma en el curso de su evolución como resultado de una compleja confluencia de colaboraciones intensas, profundas y variadas6 ; y creo que esto da cuenta, por lo menos en parte, de su gran generalidad y comprensión. Como a George Atwood le gusta decir, el proceso mediante el cual se está creando nuestra perspectiva intersubjetiva es un metálogo[7] de su principio básico – la declaración de que todos los productos psicológicos humanos cristalizan dentro de sistemas constituidos por diferentes mundos de experiencia organizados en interacción. Una creencia compartida por los colaboradores en la teoría de la intersubjetividad es que, cuando se teoriza en psicoanálisis, vale más contar con muchos mundos de experiencia que no con uno solo.

NOTAS
* Robert D. Stolorow, Ph.D. es Miembro Fundador y Analista Formador y Supervisor en el Institute of Contemporary Psychoanalysis, en Los Ángeles, y Miembro Fundador en el Insitute for the Psychoanalytic Study of Subjectivity. Dirección: New York City. 2444 Wilshire Blvd.., #624 Santa Monica, CA 90403 (310) 453-9020.
1 White es bien conocido entre los psicoanalistas por su teoría de la motivación efectante (effectance motivation) y Tomkins por sus influyentes contribuciones a la teoría de los afectos (un asunto que llegó a cobrar una importancia central en la teoría de los sistemas intersubjetivos). Menos conocido es el hecho de que ambos contribuyeron de manera principal al movimiento personológico, dentro de la psicología académica de la personalidad. La historia del movimiento personológico en Harvard es descrita por White (1987) en sus Memorias, publicadas de forma privada. Mis estudios con White fueron los que me condujeron a mi primer artículo publicado sobre la teoría psicoanalítica (Storolow, 1969).
2 Este título se deriva de un pasaje de Murray (1938) que se convirtió en el epígrafe de nuestro libro. En ese pasaje comparaba a psicólogos de diferente orientación teórica con unas personas que ven diferentes caras en la misma nube, dependiendo de sus sesgos de percepción inicial.
3 Posteriormente (Atwood y Storolow, 1984) eliminamos el término mundo representacional debido a que las incisivas cuestiones de nuestros estudiantes nos ayudaron a percatarnos de que estaba siendo utilizado para referirse tanto a los contenidos imaginistas de la experiencia como a la estructuración temática de la experiencia. Por lo tanto, decidimos utilizar el de mundo subjetivo cuando describíamos contenidos experienciales, y el de estructuras de la subjetividad para designar los principios invariantes que organizan esos contenidos, de forma prerreflexiva, según líneas temáticas particulares.
4 Nuestro uso del término intersubjetivo nunca ha dado por supuesto el logro del pensamiento simbólico, de un concepto de sí mismo como sujeto, o de la relación intersubjetiva en el sentido de Stern (1985), o del reconocimiento mutuo tal como es descrito por Benjamin (1995). Tampoco hemos limitado nuestro uso al ámbito de la comunicación afectiva, inconsciente y no verbal, como parece hacer Ogden (1994). Utilizamos intersubjetivo en un sentido muy amplio, para referirnos a cualquier campo psicológico formado por mundos de experiencia en interacción, en cualquier nivel evolutivo en el que esos mundos puedan estar organizados. Para nosotros intersubjetivo no denota un modo de experiencia ni de compartir la experiencia, sino la precondición contextual para alcanzar cualquier experiencia en absoluto. En nuestra concepción, los campos intersubjetivos y los mundos experienciales son igualmente primordiales, constitutyéndose mutuamente el uno al otro en un modo circular.
5 Un beneficio adicional de mi colaboración con Bernie fue el enriquecimiento permanente de mi sensibilidad clínica gracias a su conceptualización de una extensa clase de principios organizativos a los que ha llamado estructuras de acomodación patológica (Brandchaft, 1993).
6 Añadiré aquí, a modo de epílogo, algunos comentarios breves sobre la influencia de aspectos de mi desarrollo emocional primero en mi atracción hacia dos supuestos básicos de la teoría de sistemas intersubjetivos – su epistemología perspectivista y su colocación de los afectos en centro de la vida psíquica. Mi padre era un hombre que creía e insistía que tenía la "visión del ojo de Dios" (God’s-Eye View) (Putnam, 1990) sobre la verdad y sobre la realidad, y mis peleas contra tal arrogancia han contribuido de manera relevante a mi insistencia en llevar la situación psicoanalítica a un nivel de discusión epistemológica. Además, el afecto de mi padre dominaba de tal manera el mundo de mi madre que a menudo me sentí ninguneado emocionalmente, y la vitalidad emocional de mi madre parecía mayormente encerrada tras una rígida muralla depresiva. En consecuencia, la búsqueda de la viveza afectiva se convirtió en un asunto apremiante en mi vida – tanto para mí mismo como para mi madre – una búsqueda de la que, inevitablemente, mi marco de referencia psicoanalítico se hizo heredero.
7 (N. de T.) Este es un término (metalogue) introducido por Gregory Bateson (Pasos hacia una Ecología de la Mente)a referirse a aquella conversación sobre un tema problemático en la que los participantes no sólo discuten el problema sino que la conversación, en su conjunto, es relevante para el tema como tal. La estructura del diálogo refleja el contenido. Es una forma de
decir que se practica lo que se predica.

Las referencias citadas en esta conferencia se encuentran en la versión publicada del trabajo, antes mencionada.

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